“Nos están bombardeando, nos están matando, destruyeron todas las casas. Destruyeron todo”, dijo a la Voz de América minutos después de llegar a esta población del sureste de Polonia, en la frontera con Ucrania.
Originaria de Járkov, la segunda ciudad más grande del país y una de las más afectadas por la invasión rusa, Valaba no pierde la esperanza de poder regresar algún día al lugar que la vio nacer. “El hogar es el hogar”, expresa, sin poder aguantar las lágrimas.
Cuando habla del presidente ruso, Vladimir Putin, la mujer se pasa la mano por el cuello, como si estuviera cortándoselo, mientras chasquea la boca.
En poco más de una semana, este pueblo fronterizo de Polonia se ha convertido en un gran campo improvisado de refugiados. A diario, centenares de personas cruzan la valla de color verde que separa Ucrania de Medyka, cargados con maletas llenas de recuerdos, miedo e inseguridad, pero también llenos de alivio y esperanza.
Es un lugar que representa un nuevo comienzo, pero también incertidumbre.
Una vez cruzan al lado polaco, los desplazados respiran con alivio. Allí la situación es completamente diferente que la que se vive en la parte ucraniana de la frontera. En Medyka se encuentran con el calor y el apoyo de centenares de voluntarios que les reciben con la mejor de las sonrisas y les proveen de alimentos, bebidas, y servicios como asistencia médica gratuita para los más vulnerables.
Y no sólo organizaciones internacionales se encuentran en ese punto para solidarizarse con los recién llegados a Polonia, sino que muchas personas que no están vinculadas a ninguna asociación han pausado su rutina diaria para acercarse hasta Medyka y ayudar voluntariamente a los más necesitados.
Algunos buscan refugiados para llevarles en coche hasta algún destino europeo. Es el caso de Xavier, de 19 años, quien tras pasar más de 24 horas en la carretera para recorrer los 2.506 kilómetros que separan Barcelona de Medyka, se dispone a viajar de vuelta a España para llevar a una mujer ucraniana y a su hijo de 10 años.
Otros jóvenes, también originarios de Barcelona, usaron las redes sociales para recaudar fondos para viajar hasta Polonia y comprar insumos. Explican que lo que más les ha impactado de esta experiencia, son los niños.
“Con una parte de las donaciones decidimos llenar un carrito entero de chuches, piruletas, chocolate (…) Queremos estar toda la mañana por y para los niños”, dijo Lluís Argelich.
Otros, como Yuri, de Alemania, reparten tarjetas telefónicas gratis a los recién llegados para que puedan conectar sus celulares a internet y llamar a sus familiares.
Y no sólo los ucranianos han tenido que escapar de los horrores de la guerra. Algunas personas que nacieron fuera de este país europeo pero que vivían ahí, se han visto obligados a ser nuevamente migrantes.
Este es el caso de Rauf Gasanov, quien nació en Azerbayán pero residía en Kiev cuando estalló la guerra. Llega a Medyka con un rostro que denota el cansancio tras horas de viaje. “Salí con mis hijos”, explica al tiempo que cuida del más pequeño, Zaid, de 4 años, quien sonríe mientras saborea una de las golosinas que reparten los voluntarios.
Su padre comenta que el pequeño está contento porque, afortunadamente, aún no comprende por qué han abandonado su hogar y no es consciente de que quizás no puedan regresar en un largo período de tiempo.
Pero entre tantos relatos de angustia, rabia, impotencia y tristeza, hay algunas historias que tienen un final feliz.
Una de ellas es la de Irina, una ucraniana que logró cruzar la frontera con su hija en brazos, tras un largo viaje, y reencontrarse con un familiar que les espera al otro lado de la valla con lágrimas de emoción.
Cuando la joven logra poner un pie en Polonia, los tres se funden en un largo abrazo.
“Es muy bueno [estar aquí] porque estaba muy preocupada por el bebé. Por mí pero sobre todo, por la niña”, dijo a la Voz de América, “porque estamos con vida y queremos seguir viviendo”.
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