Indudablemente que la violencia ejercida por Estado mexicano de la post revolución en contra de la disidencia política fue siempre un acto criminal. Sin embargo, aun en los momentos más álgidos de la represión, particularmente durante los años sesenta y setenta, las autoridades siempre buscaron envolver esos actos o con un halo de legalidad, o de plano con el encubrimiento franco.
Así, el movimiento ferrocarrilero, de los doctores o magisterial, solo por mencionar los más emblemáticos hubieron de ser disueltos por medio de la fuerza del Estado, porque estos estaban “violando” la ley. ¿Cuál ley? La que fuera, determinar una violación no era problema, que para eso ellos detentaban el poder.
El proceso era inverso, primero se le detenía a la o al ciudadano, y ya en prisión se buscaba que delito achacarle. Obvio con la complacencia de jueces a modo. El tristemente célebre juez Eduardo Ferrer MacGregor hizo historia en eso de adjudicar delitos durante el movimiento estudiantil del 68, mismo que, por cierto, hoy recordamos a 55 años de aquellas jornadas cívicas.
Este torvo funcionario público, fue uno de los principales encargados de convalidar la paranoia anticomunista de Díaz Ordaz, al convalidar la hipótesis de que los estudiantes estaban fraguando un golpe de estado en contra del represor, con apoyo del movimiento comunista internacional.
Una de las “pruebas” que de manera incontrovertible “demostraban” ese plan, fue el hecho de que el ingeniero don Heberto Castillo encabezará la ceremonia del grito en ciudad universitaria la noche del 15 de septiembre de aquel año. Así se las gastaban.
Pero a final de cuentas, hacían un intento, fallido si se quiere, por separar las acciones de la autoridad, de las acciones de la delincuencia. Si, es una gran paradoja que para “aplicar” la ley, la violaban. Pero en la lógica propia de aquel México, inmerso en las batallas geopolíticas de la guerra fría, y el macartismo muy en boga, era aceptable y hasta heroico, como lo llegó a afirmar el asesino Diaz Ordaz.
Una vez que la guerra fría concluye con la derrota mundial del comunismo (o socialismo realmente existente), muchos integrantes de los cuerpos de seguridad del Estado mexicano, dígase DFS, Policía Judicial Federal, otros cuerpos policiacos e inclusive miembros del ejército, dejaron de tener la justificación del aparato de seguridad, y, por tanto, pasaron a delinquir abiertamente.
No fueron pocos los que, durante esa etapa, fueron entrenados, apoyados y protegidos por la propia CIA, y al perder su cobertura pasaron a crear los cárteles del narcotráfico que asolan a nuestro país. Sin embargo, desgraciadamente, no han perdido sus nexos con quienes aún permanecen en los cuerpos de seguridad del Estado, particularmente, el ejército mexicano.
Esos son los antecedentes que ayudan a explicar los eventos que ocurrieron la noche del 26 de septiembre del 2016, durante la hoy llamada Noche de Iguala.
Hoy sabemos, y no gracias a la autoridad investigadora, sino a pesar de esta, que los altos mandos del ejército y los cuerpos de inteligencia estuvieron enterados en todo momento y en tiempo real de lo que estaba ocurriendo con los estudiantes.
Igualmente se sabe, principalmente gracias al excelente trabajo de investigación de la periodista Anabel Hernández, que hubo intervención directa en contra de los estudiantes por parte de elementos del ejército, así como de varias corporaciones locales y de la propia policía federal, y que desde el primer momento se intentó solapar esas intervenciones y complicidades con la hoy desarticulada “verdad histórica”.
Posteriormente, y gracias a la movilización de los propios padres y compañeros de los desaparecidos, así como la presión social, se logró la intervención del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, GIEI, quienes echaron mas luz al asunto, evidenciando la colusión criminal del Estado mexicano, particularmente de los altos mandos del ejército, con grupos criminales del narcotráfico.
Sin embargo, el conocimiento de esas intervenciones no ha derivado en detenciones de militares y funcionarios de alto nivel, más allá de la de Jesús Murillo Karam, a la sazón, principal impulsor de la “verdad histórica” como titular de la ahora extinta PGR, la del capitán José Martínez Crespo o la del teniente Joel Chávez, quienes, por cierto, enfrentan sus procesos desde la comodidad de sus hogares.
Ni el general Salvador Cienfuegos, Titular de la SEDENA en aquel momento, o el actual titular, el general Luis Cresencio Sandoval han sido llamados a declarar, mucho menos quien fuera titular del poder ejecutivo, y que necesariamente estuvo informado de los sucesos, Enrique Peña Nieto. Al contrario, gozan de una incompresible impunidad.
Se puede entender que los cuerpos de seguridad de un gobierno neoliberal consideraran como enemigos desechables a un grupo de estudiantes con inclinaciones de izquierda radical, no se justifica, desde luego, pero a final de cuentas, el macartismo existe y muy acendrado en la derecha, pero no se puede entender que un gobierno progresista no quiera llegar hasta las últimas consecuencias para esclarecer el caso.
Hay muchas cosas por las cuales su servidor apoya al presidente López Obrador, pero definitivamente está faltando a su palabra de esclarecer la desaparición de los 43 estudiantes de la escuela Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa. Y no es una falta menor.
Es cuánto.
José Antonio Blanco
Ingeniero Electromecánico. Juarense egresado del ITCJ con estudios de maestría en Ingeniería Administrativa por la misma institución y diplomado en Desarrollo Organizacional por el ITESM. Labora desde 1988 en la industria maquiladora. Militó en el PRD de 1989 al 2001.
En la actualidad, un ciudadano comprometido con las causas progresistas de nuestro tiempo, sin militancia activa.
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