El pasado fin de semana, un trágico suceso en nuestra frontera nos dejó consternados, debido a su similitud con la pérdida de una gran amiga, ocurrida hace casi una década. Es alarmante cómo se ha normalizado la violencia intrafamiliar en nuestra sociedad, la cual, lamentablemente, sigue estando profundamente arraigada, sin apenas variaciones. A pesar de los numerosos casos que hemos presenciado, parece que aún no se ha aprendido la lección; por el contrario, con el paso del tiempo, la situación parece empeorar aún más.
Desde la infancia, se nos ha inculcado la idea de que la fortaleza se demuestra mediante la represión de emociones, las reacciones explosivas ante el menor inconveniente y la agresión, tanto física como verbal. Frases como “Es por tu bien” o “Te lo mereces por ser desobediente” son, lamentablemente, comunes en muchos hogares.
Es triste observar cómo algunos crecieron en un ambiente de miedo y sumisión, mientras que otros, al intentar defenderse, fueron etiquetados como problemáticos. Esta distorsión nos ha llevado a aceptar como normal situaciones de violencia que nunca deberían ser toleradas.
Con el tiempo, estas experiencias dejan cicatrices, tanto físicas como emocionales, influenciando la manera en que formamos nuestros propios hogares. Es necesario romper este ciclo, liberarnos y aprender para poder educar a las nuevas generaciones de una manera más saludable.
Es evidente que el camino de la violencia nunca ha sido ni será la solución. Sin embargo, algunos insisten en seguirlo, convirtiéndose en seres aún más destructivos.
Permítanme compartir una experiencia personal que ilustra esta triste realidad. Recibí una llamada inesperada mientras me encontraba en la oficina. Un amigo me informó sobre un hecho terrible: una mujer había acabado con la vida de sus tres hijos antes de quitarse la suya propia. La noticia me impactó profundamente, pero lo que siguió fue aún más devastador.
Descubrí que la mujer era una amiga cercana, una madre dedicada y una compañera de trabajo ejemplar. Su vida fue truncada por la violencia de su esposo, quien acabó con su vida y la de sus hijos.
Mi amiga era una persona radiante, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Sin embargo, detrás de esa sonrisa se escondía un infierno doméstico del que pocos estábamos al tanto.
Su esposo, aparentemente encantador, mostraba signos de agresión tanto física como verbal. Recuerdo cómo ella intentaba minimizar sus acciones, justificándolas como simples discusiones de pareja.
Pero la violencia no conoce límites. Con el tiempo, las agresiones se intensificaron, afectando incluso a los hijos de mi amiga. Fue entonces cuando ella decidió poner fin a esa relación tóxica, enfrentándose al desafío de un divorcio complicado y peligroso.
A pesar de sus esfuerzos por liberarse, mi amiga cayó víctima de un final trágico e inesperado. Su historia, al igual que el caso actual, es una dolorosa muestra de que la violencia no cambia, solo empeora con el tiempo.
Nadie debería vivir con miedo en su propio hogar. Es fundamental reconocer las señales de alerta y buscar ayuda, tanto para uno mismo como para quienes nos rodean. La violencia nunca es una muestra de amor, y el respeto mutuo debe ser la base de cualquier relación.
El incidente de este fin de semana me recordó a mi mejor amiga, ya que la joven que perdió la vida también dudaba de que las cosas llegaran a tal extremo. Siempre es crucial priorizar nuestro bienestar desde el principio; no hay amor más valioso que el amor propio.
No se trata del amor propio que nos venden para promocionar productos, ni del amor que nos insta a aceptarnos con más o menos peso del deseado. El amor propio es aquel que nos recuerda nuestra fortaleza y resiliencia, que nos hace conscientes de nuestro propio valor y de lo que merecemos, un amor que nos libera.
Nadie está obligado a permanecer en una relación violenta, ni siquiera por la presencia de hijos. De hecho, los hijos son la principal razón para buscar un ambiente de paz y seguridad.
No podemos permitirnos perder más vidas en nombre del amor. Es necesario comprender que estar en pareja no otorga derechos sobre la otra persona, así como tampoco nos obliga a soportar situaciones dañinas. Nadie posee a nadie, y no podemos controlar una vida que no nos pertenece.