La vida, en su complejidad, se compone de momentos que a veces parecen vacíos y de otros que rebosan de significado. Confieso que me encuentro en una fase contemplativa, dándole rienda suelta a la confrontación de ideas filosóficas y existenciales, como una forma de catarsis. Pero de eso, queridísimo lector, estoy seguro que ya lo habías notado.
Regresando a esta serie de paradojas, hoy exploramos una de las más fascinantes de nuestra existencia.
Reflexiona lo siguiente, por favor: “La vida está llena de todo y de nada, pero sobre todo de nada que se vuelve todo”.
¿Cuántas veces nos hemos encontrado ante situaciones que parecían insignificantes, solo para darnos cuenta más tarde de que ese pequeño instante, esa “nada”, se convirtió en un “todo”? Es en los detalles mínimos, en lo cotidiano, donde se teje la verdadera esencia de la vida. Un paseo por el parque, una charla fugaz con un desconocido, un silencio compartido… Son momentos que, en su simplicidad, parecen irrelevantes, pero a menudo dejan una huella profunda.
La vida nos enseña que el “todo” y la “nada” no son opuestos absolutos, sino estados interconectados, extremos de una misma escala. No son antónimos en el sentido gramatical estricto, sino más bien polos opuestos, como lo son el “amor” y el “odio”. Estos dos sentimientos expresan la misma energía emocional, pero uno en su escala positiva (+) y el otro en su escala negativa (-), mientras que la “indiferencia” actúa como el punto neutro, el cero de la escala.
Imagina que esa escala es un aro ligeramente abierto por su extremo superior: la punta izquierda es “odio” y la punta derecha “amor”. A pesar de ser extremos, se miran de frente.
Quien concibió la frase popular “del odio al amor hay un paso” probablemente tenía un profundo conocimiento del pensamiento hermético, representado en los siete principios elementales que enseña el Kybalión: Mentalismo, que establece que el universo es mental y todo forma parte de una mente universal; Correspondencia, según el cual lo que ocurre en un plano se refleja en otro, tanto interno como externo; Vibración, que afirma que todo está en constante movimiento; Polaridad, que indica que todo tiene dos polos opuestos pero conectados; Ritmo, que describe el flujo constante y cíclico de la vida; Causa y Efecto, que nos recuerda que todo sucede bajo leyes universales, sin azar real; y Género, que explica la dualidad masculina y femenina presente en todos los planos de existencia, de cuya interacción surge la creación.
Así, la “nada” es la pausa, el vacío que da forma al “todo”. Es en los espacios vacíos de la rutina, en las pausas inesperadas, donde encontramos un significado más profundo. Esa sensación de vacío, de no estar haciendo nada trascendental, puede ser el terreno fértil donde germinan nuestras mayores reflexiones y aprendizajes.
La “nada” es también soledad. Carl Jung creía que el aislamiento o la soledad en la vida de una persona puede ser un mecanismo que el inconsciente utiliza para promover el crecimiento personal y el autoconocimiento. Según Jung, cuando una persona se siente aislada o apartada, es una señal de que necesita conectar consigo misma y explorar su mundo interior.
El aislamiento, desde la perspectiva junguiana, puede llevar a la “individuación”, el proceso de volverse consciente de uno mismo, de sus propios deseos, valores y motivaciones. Jung veía la individuación como un viaje hacia la totalidad psicológica, donde la persona explora tanto los aspectos conscientes como los inconscientes de su psique.
En términos más simples, el universo (o la psique) aísla a las personas cuando necesitan aprender algo sobre sí mismas o cuando es necesario un cambio interno. Es un proceso que invita a la reflexión, al enfrentamiento de miedos, y al descubrimiento de la verdadera identidad fuera de las expectativas y normas sociales. Algunos lo llamamos regresar a la “cámara de reflexiones”, un viaje de retorno al origen para reconstruirnos y, con el tiempo, obtener maestría en la vida.
Sin embargo, también es importante reconocer que esta percepción varía según nuestras propias experiencias. Para algunos, la vida está llena de grandes eventos, de éxitos medibles, de logros evidentes. Para otros, la existencia es un flujo continuo de pequeños momentos, de “nadas” que, a lo largo del tiempo, construyen un “todo”. Ninguna perspectiva es más válida que la otra; simplemente reflejan las distintas maneras en que los seres humanos damos sentido a nuestra experiencia.
Quizá, en un mundo obsesionado con el éxito y la productividad, aprender a ver la importancia de la “nada” sea un acto de resistencia. Encontrar valor en lo que parece vacío nos ayuda a reconectar con nosotros mismos. Nos enseña que no es necesario estar siempre haciendo algo grandioso para vivir una vida plena. La vida es, en muchos sentidos, una colección de esos instantes fugaces, de esas “nadas” que, en retrospectiva, se transforman en un “todo” significativo.
En última instancia, la vida es un conjunto de momentos que, tomados individualmente, pueden parecer efímeros, pero que, al sumarse, construyen nuestra historia. Quizá el verdadero secreto radica en aprender a abrazar tanto el “todo” como la “nada”, sabiendo que ambos son necesarios para dar forma a nuestro camino.
No me equivoco cuando digo que “la vida está llena de todo y de nada, pero sobre todo de nada que se vuelve todo”.
David Gamboa
Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.
