Todos hemos anhelado estos días la alegría de recuperar libertades cotidianas como dar un simple paseo.
¿Por qué? ¿De qué depende el valor de una tarea?
Hoy, por cortesía de “El Oriente”, el órgano informador de la Gran Logia de España; les traemos este extracto del capítulo III de Las Aventuras de Tom Sawyer, donde, el protagonista, obligado a cumplir un castigo, logra que otros lo cumplan por él.
William Faulker dijo de Mark Twain que era el padre de la literatura norteamericana. Desde la ironía de su estilo literario, escribió obras de gran éxito que seguimos leyendo, como El Príncipe y el Mendigo o Un Yanqui en la Corte del Rey Arturo.
Tras la frescura de su estilo se esconden, en ocasiones, reflexiones profundas sobre la condición humana.
Que lo disfruten.
SFU.
Sobre todo, mucha Salud, donde quiera que estén.
Para que alguien anhele algo sólo es necesario hacerlo difícil de conseguir
QH Mark Twain
Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire. El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño. Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre.
En aquel tenebroso y desesperado momento sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia magnífica inspiración. Cogió la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció a la vista en aquel instante: de entre todos los chicos, era de aquél precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y cabriolas, señal evidente de que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes esperanzas de divertirse.
-Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero, claro, te gustará más trabajar. Claro que te gustará.
Tom se le quedó mirando un instante y dijo:
-¿A qué llamas tú trabajo?
-¡Qué! ¿No es eso trabajo?
-¿Es que le dejan a un chico blanquear una cerca todos los días?
Aquello puso la cosa bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom, movió la brocha, coquetonamente, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto; añadió un toque allí y otro allá; juzgó otra vez el resultado. Y en tanto Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado y absorto. Al fin dijo:
-Oye, Tom: déjame encalar un poco.
Tom le entregó la brocha, con desgano en el semblante y con entusiasmo en el corazón. A cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar. Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un bramante para hacerla girar; así siguió y siguió hora tras hora. Y cuando avanzó la tarde, Tom, que por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas.
Tom se decía que, después de todo, el mundo no era un páramo. Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir. Si hubiera sido un eximio y agudo filósofo, como el autor de este libro, hubiera comprendido entonces que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, sea lo que sea, y que el juego consiste en aquello a lo que no se nos obliga.
La Cantera
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