Si hay algo que decepciona en la vida personal y pública es la falta de coherencia, esa sencilla cualidad de hacer aquello que se dice y que, se supone, es lo que se piensa y se cree.
Todos los días vemos todo tipo de personajes que nos entretienen lejanos y distantes … no están en nuestra realidad, pero se aferran tanto a ella invadiéndonos con sus finísimas imágenes haciendo uso de su posición, poder y falso discurso.
El discurso es falso cuando la relación entre las palabras y los hechos dista demasiado. Y aunque siempre he dicho que es necesario humanizarnos para entendernos mejor y radicalizarnos menos, cuando la evidencia de la falsedad se exhibe, neutralizarnos es asumir que es correcto y la falta de coherencia es la prueba tangible de la escasa integridad de una persona.
La influyente senadora ha creído que las palabras sirven para hablar mal de los contrarios o endulzar los oídos poetizando el “amor a Chihuahua”, pero en sus acciones emula las mismas estrategias que tantas veces denostó. No digo que las estrategias estén mal, porque no vaya a ser que el universo me castigue enviándome una caravana médica con mi imagen, pagada por la clase empresarial, y no tenga más remedio que aceptarla por el bien del pueblo.
Tomaré solo este ejemplo como referencia, pues el problema de fondo no es el actuar de uno u otro político, sino la contradicción estructural de nuestra tendencia a parecer “individuos correctos”, a mostrarnos ante la luz como respetuosos, amorosos, conservadores o liberales, “leales a nuestros ideales”, pero ser, en la privacidad del día a día, lo contrario: oscuridad.
El hueco que deja accionar de manera diferente a lo que pregonamos no solo refleja deshonestidad si exhibe la incongruencia del ser entre a una limitada capacidad de integrar pensamiento-palabra y acción (ser integro)
No ser integro puede ser por varios factores, uno de ellos es nuestra tradición de alinearnos ante las posiciones políticas y económicas de las personas. Es decir, adoramos las posiciones sin ver la esencia de las acciones.
Creemos que a ciertas personas (especialmente a los políticos) les debemos agradecer que nos atiendan con amabilidad y respeto, cuando es una mera obligación inherente al cargo. Adoramos las fantasías y las perspectivas de grandiosidad sin evaluar la verdadera coherencia entre lo que se expresa y hace.
Sin que se entienda como una justificación, considero que ser coherente tiene un precio muy alto en una sociedad que, por un lado, promueve ciertos valores a todas luces, y por otro, castiga discriminadamente cuando le conviene. Una sociedad donde la justicia es siempre —o casi siempre— selectiva. Y entonces, hay que parecer tiernos, insospechables, incluso poco pensantes, pero actuar con perversidad.
Sin embargo, el precio de la incongruencia tarde o temprano cobra su factura. Nadie es tan buen actor como para no cansarse de actuar, y no hay producción suficiente que dure más que un par de sexenios o matrimonios, tarde que temprano todas las mascaras se caen.
En lo público y en lo privado, ser coherente es un desafío constante, un estilo de vida que exige dejar de hablar adornadamente tratando de persuadir con oratorias ficticias para, en cambio, hablar en consecuencia con lo que realmente hacemos.
Un reto que implica ver más allá de la propia condición para entender una colectividad que nos incluye a todos. Significa estar conscientes de que con la vara que midamos seremos medidos y de no olvidar nunca que “Es más fácil luchar por unos principios que vivir de acuerdo con ellos”.

Rocío Saenz
Lic. En Comercio Exterior. Lic. En Educación con especialidad en Historia. Docente Educación Básica Media y Media Superior, Fundadora de Renace y Vive Mujer A.C. Directora de Renace Mujer Lencería, Consultora socio política de Mujeres.