Desde el momento en que nuestro país decidió, ya como nación independiente, establecer el sistema presidencialista como forma de gobierno, lo común es que quien encabeza el poder ejecutivo, sea una persona poderosa, aun sobre los otros dos poderes que, se buscaba, fueran el acotamiento para dicho poder; O frente a los poderes facticos que siempre pugnan por someterle.
Y digo “lo común”, porque hubo algunos presidentes que, a pesar de ser titulares del ejecutivo, realmente no detentaron el poder a plenitud. Por las circunstancias de su momento fueron débiles frente a los poderes formales o a los facticos.
Puedo citar, sin ser necesariamente exhaustivo, como momentos donde el presidente no era el verdadero “hombre fuerte” el cuatrienio de Manuel Gonzalez, compadre de Porfirio Diaz, quien solo fue presidente para guardar las apariencias y luego regresarle el poder al futuro dictador.
Otro momento fue durante la presidencia de Madero, quien no pudo consolidarse, a pesar de haber sido democráticamente electo. En este caso, la propia división de las fuerzas que lo llevaron al poder, así como un sistemático y feroz ataque de los poderes facticos de la época, comandadas o descaradamente apoyadas por el embajador de los Estados Unidos que resultaron en el fin del experimento democrático y la muerte de Madero.
Y un tercer momento, ya en la etapa post revolucionaria, lo podemos identificar durante los gobiernos de Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodriguez, etapa conocida como El Maximato. El verdadero poder tras el trono, durante esos años, lo detentó el padre del PRI, el general Plutarco Elias Calles.
Es después del gobierno de mi general Cardenas, sucesor de Calles, que se establece el nuevo acuerdo dentro de la Familia Revolucionaria para la transición del poder, en el cual quedó establecido que, durante seis años exactos, el presidente habría de ser el hombre fuerte indiscutido, pero al terminar dicho periodo, habría de transmitir ese poder a su sucesor, sin excusa.
Ese poder sexenal, que convertía a su detentador en un cuasi monarca incluía el poder de minimizar, o inclusive de eliminar -literalmente- a quien osara ejercer la crítica al poder del presidente en cualquiera de sus formas. Los medios de comunicación aprendieron que el poder presidencial era virtualmente intocable.
Durante la dictadura perfecta que fue el PRI, hubo tres instituciones, se decía, que eran intocables, y de las cuales no se podía hablar mal: el presidente, el ejercito y la virgen. Ante tal situación, los grandes medios nacionales, aprendieron que lo mejor para asegurar sus negocios era la autocensura. Y así fue por muchos años. Todavía hasta finales de los ochentas, esa era la premisa que prevalecía en nuestro país.
Sin embargo, especialmente a partir de la ruptura del 68, cada vez fue más difícil contener al periodismo crítico. Mas y mas medios de comunicación empezaron a ejercer lo que era un derecho plasmado en la constitución, pero que era sistemáticamente violentado por el poder omnímodo del presidente en turno.
La cerecita del pastel se la puso el presidente José López Portillo, quien, ante la severa, pero muy merecida critica de la revista Proceso, declaró:
¿Una empresa mercantil organizada como negocio profesional, tiene derecho a que el Estado le dé publicidad para que sistemáticamente se le oponga? Ésta, señores, es una relación perversa, una relación morbosa, una relación sadomasoquista que se aproxima a muchas perversidades que no menciono aquí por respeto a la audiencia. Te pago para que me pegues. ¡Pues no faltaba más!
Y pasando del dicho al hecho, no solo le retiró la publicidad a proceso, sino que orquestó todo un boicot para que empresas comerciales también hicieran lo mismo. Había que reventar la crítica.
Mas adelante, ya con Calderón y el PAN en el gobierno, cuando se esperaba que hubiera un verdadero respeto a la libertad de expresión, tal como el propio Gómez Morin la hubiera deseado, ocurre la censura a Carmen Aristegui por señalar el alcoholismo del entonces presidente.
Esa es la visión del prianismo hacia la libertad de expresión: Millones para los medios afines, censura y represión para los críticos.
Con la llegada al poder de López Obrador, todo cambia. Desde el primer día de su gobierno, reduce o limita las carretadas de dinero que el gobierno “pagaba” a estos medios de comunicación, lo que genera una feroz y sistemática campaña de ataques e infundios contra el nobel gobierno, solo que a diferencia de Madero, esta vez, el presidente si es el hombre fuerte. Fuerte no por un poder abusivo, sino por el poder del voto que le dio la mayoría del pueblo de México, les guste o no.
Y para mayor molestia de estos medios, acostumbrados a tener el monopolio de la interlocución con la opinión pública, desde sus conferencias mañaneras, el presidente se comunica directamente con la sociedad mexicana, sin intermediarios, y desde ahí, marca la nota del día.
Es cierto que en ocasiones tiene exabruptos, es humano, no es perfecto, pero hasta el momento, ningún medio de comunicación ha sido clausurado por ordenes del gobierno, ninguna pluma, por mas mercenaria que sea ha sido silenciada, ningún periodista ha perdido su tribuna por criticar al gobierno. El derecho constitucional a ejercer la libertad de expresión ha sido respetado puntualmente, como nunca en nuestra historia.
Los medios nacionales, como el periódico el Universal, que hace unos días a plana completa denunciara los “ataques” del presidente, o a Radio Formula con la excepción honrosa de Ciro Gómez Leyva, lo que no pueden tolerar, y que realmente los saca de sus casillas, es el derecho de replica que el presidente ejerce, y al cual no estaban acostumbrados.
El presidente, les guste o no, les gana la nota, les quita el monopolio de la “información” y eso, les resulta intolerable.
Es cuánto.
José Antonio Blanco
Ingeniero Electromecánico. Juarense egresado del ITCJ con estudios de maestría en Ingeniería Administrativa por la misma institución y diplomado en Desarrollo Organizacional por el ITESM. Labora desde 1988 en la industria maquiladora. Militó en el PRD de 1989 al 2001.
En la actualidad, un ciudadano comprometido con las causas progresistas de nuestro tiempo, sin militancia activa.
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