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    abril 15, 2025 | 7:50

    El Tratado de Aguas de 1944 bajo presión

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    Desde hace años venimos arrastrando una problemática binacional que en el norte del país no solo se escucha: se vive. Aquí, en carne propia, vemos cómo nuestros amigos y familiares agricultores enfrentan las consecuencias de una sequía persistente que no perdona. Lo que para algunos es una estadística, para nosotros es una realidad que impacta directo en la economía del estado, en los empleos, en la vida diaria.

    Y mientras tanto, vemos escenas que parecen sacadas de una sátira política: funcionarios durmiendo en presas, ciertos dando discursos encendidos exigiendo “cumplir con el tratado”, mientras del otro lado de la frontera se endurece la presión. Pero, ¿qué es exactamente ese tratado del que todos hablan? ¿Por qué ahora es tema de crisis? ¿Y cómo llegamos al punto en que el agua (recurso vital) se convirtió en moneda diplomática y amenaza comercial?

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    Para entenderlo, hay que remontarse al Tratado de Aguas de 1944, un acuerdo firmado entre México y Estados Unidos que regula el uso y distribución del agua de los ríos fronterizos: el Bravo y el Colorado. El pacto establece que México debe entregar cada cinco años una cantidad específica de agua a Estados Unidos, mientras que EE.UU. se compromete a hacer lo mismo con el río Colorado hacia el norte de México. Aunque este acuerdo ha funcionado durante décadas, en los últimos años el cumplimiento se ha vuelto cada vez más difícil, debido al cambio climático, el crecimiento de la demanda agrícola y la mala gestión del recurso.

    Hoy, el incumplimiento por parte de México no es una novedad: ya en administraciones pasadas se habían presentado rezagos en la entrega del agua, pero la situación se había manejado con cierta discreción y se mantenía, de alguna forma, congelada. Sin embargo, ahora el conflicto ha resurgido con fuerza desde que el presidente estadounidense Donald Trump reactivó la presión diplomática, advirtiendo que, de no cumplirse con el tratado, impondrá aranceles a productos mexicanos. Esta amenaza no sólo elevó el tono de la discusión, sino que colocó a las autoridades mexicanas contra la pared. Desde esta frontera, no solo observamos un conflicto técnico: vivimos una crisis política, social y ambiental que, como siempre, nos golpea primero a nosotros.

    El Tratado de Distribución de Aguas Internacionales entre México y Estados Unidos fue firmado el 3 de febrero de 1944, en un contexto muy diferente al actual. Ambos países buscaban garantizar una distribución justa y predecible de los recursos hídricos compartidos, en especial los del río Bravo (o Grande pa’ nuestros paisanos) y el río Colorado, fundamentales para el desarrollo agrícola y urbano a lo largo de la frontera.

    Este tratado fue resultado de una larga historia de conflictos, reclamos y negociaciones entre ambos gobiernos, donde finalmente se estableció un marco legal binacional que hasta hoy sigue vigente. La idea básicamente era de ganar/ganar.

    Según el tratado:

    • Estados Unidos se compromete a entregar a México 1.850 millones de metros cúbicos anuales del río Colorado.
    • México, por su parte, debe entregar a Estados Unidos 2.158 millones de metros cúbicos del río Bravo cada ciclo de cinco años, a través de sus afluentes principales (principalmente los ríos Conchos, San Diego, San Rodrigo, Escondido y Salado).

    Para dar seguimiento al tratado, se creó la Comisión Internacional de Límites y Aguas (CILA/IBWC, por sus siglas en inglés), un organismo binacional que monitorea el cumplimiento, maneja discrepancias y propone soluciones cuando hay conflictos.

    El tratado también contempla ciertas cláusulas de flexibilidad, como la posibilidad de compensar volúmenes no entregados en un ciclo dentro del siguiente, en caso de situaciones extraordinarias como sequías severas. Sin embargo, este “colchón diplomático” ha sido cada vez más difícil de sostener en medio de presiones climáticas y políticas.

    Como bien sabemos, el cumplimiento del Tratado ha sido parcial, y no por falta de voluntad, sino por una serie de factores estructurales: sequías prolongadas, mala planeación hídrica, infraestructura deficiente y un crecimiento desordenado en el uso agrícola del agua. Esta realidad ha provocado años de estira y afloja entre ambos países, donde la presión política muchas veces se impone sobre las condiciones reales del territorio. Pero más allá de los tecnicismos y las reuniones diplomáticas, lo verdaderamente urgente es escuchar a nuestros agricultores. Para ellos, cumplir con el tratado al pie de la letra no es solo un compromiso internacional: puede significar la pérdida de todo el esfuerzo invertido en sus tierras, y con ello, un golpe económico millonario para el estado.

    Por eso, más que exigir funcionarios que simplemente “vengan a cumplir”, es momento de alzar la voz por quienes hacen producir esta tierra. Necesitamos representantes que comprendan el contexto local y que impulsen una renegociación seria y justa del tratado, desde la realidad fronteriza, no desde la presión externa. Porque si esta situación se sigue manejando desde la imposición y no desde la cooperación, ambos países seguirán perdiendo.

    Esta situación ya nos está afectando directamente en la comunidad. Apenas comenzábamos a recuperar algo de calma después de meses muy duros para todos los sectores productivos del estado, especialmente por la incertidumbre económica generada por los aranceles que el presidente del país vecino intentó imponer. Y justo cuando parecía que el panorama se estabilizaba, surge este nuevo conflicto que vuelve a ponernos en alerta y a temblar como región.

    Es fundamental que las mesas de negociación de nuestro cuerpo diplomático no se centren únicamente en defender números o tecnicismos del tratado, sino en poner sobre la mesa algo mucho más evidente: las condiciones han cambiado. El cambio climático ha alterado los ciclos del agua, ha reducido la disponibilidad y ha generado escenarios que no existían cuando el tratado fue firmado en 1944. Por eso, no solo es válido, sino necesario, que esta nueva realidad climática se convierta en argumento legítimo para renegociar los términos y condiciones del acuerdo. No podemos seguir cumpliendo reglas viejas en un mundo nuevo que ya no responde igual.

    La verdad es que lo que estamos presenciando ya no es solo presión diplomática: son acciones calculadas para llamar la atención de parte del presidente vecino. Ya lo hemos visto antes: su forma de operar es generar tensión, asustar, poner al otro contra la pared para luego negociar desde una posición de ventaja. Ante esto, no podemos seguir reaccionando con miedo o improvisación. Es momento de proponer soluciones claras, con visión de futuro.

    Debemos hacer valer nuestra soberanía, pero también mostrar que estamos listos para construir. Hay oportunidades reales para hacer mancuerna con Estados Unidos y enfrentar juntos los retos compartidos, especialmente los que vienen con el cambio climático. Nuestro campo ya está viviendo esas consecuencias. Hoy, más que nunca, el sector agrícola (particularmente el del maíz) se enfrenta a desafíos de productividad, competitividad y sostenibilidad. Y nosotros, como país, debemos demostrar que podemos apoyar a nuestros productores, no solo desde la protesta, sino desde una estrategia seria que los respalde en el terreno y en las mesas internacionales.

    ¿Qué debemos hacer?

    La respuesta, en realidad, es más sencilla de lo que parece: necesitamos acciones diplomáticas claras, reales y aterrizadas en el contexto geosocial de los territorios que están siendo directamente afectados. No se trata de discursos lejanos ni de reuniones sin resultados. Desde el gobierno federal y estatal, es urgente que se implementen programas de información y educación hídrica, así como el desarrollo de infraestructura adecuada, diseñada para nuestra geografía, nuestras necesidades como productores y los desafíos climáticos actuales.

    Y sobre todo, necesitamos que nuestros representantes verdaderamente nos representen. Que dejen de ser simples voceros de un gobierno en turno que no por falta de voluntad, sino por distancia, no conoce a fondo lo que se vive en nuestro estado. No es falta de solidaridad, es simplemente una desconexión que se ha vuelto estructural. Como dicen, “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, pero aquí hay que agregar: “tan lejos del Palacio Nacional, pero tan cerca de la presión norteamericana.”

    Esta es una invitación directa a todos nuestros representantes federales —de Chihuahua y de cualquier parte del país— a generar esas mesas de trabajo binacional que puedan abrir el camino a soluciones reales. Necesitamos políticas internacionales diseñadas desde el conocimiento de la tierra, desde la hermandad, y no desde el miedo. Porque sí, sin aranceles, pero con trabajo mutuo, podemos construir una salida digna para ambos países, con respeto, soberanía y colaboración.

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    Daniel Alberto Álvarez Calderón

    Político y abogado chihuahuense con experiencia legislativa y empresarial. Exsubdelegado de PROFECO, ex dirigente del PVEM en Ciudad Juárez y cofundador de Capital and Legal. Consejero en el sector industrial y financiero, promueve desarrollo sostenible e inclusión social.

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