Para nadie es un secreto que vivimos en un mundo de sobresaltos y claroscuros. El ser humano, por sí mismo, está prácticamente imposibilitado de sobrevivir en solitario. Por eso es un animal social, y bajo esa premisa construye sus paradigmas, sus sistemas, sus relaciones. La evolución histórica de la humanidad nos ha otorgado sin embargo el privilegio de ser de las primeras generaciones que, a pesar de la inequidad de dicha fortuna y gracias a ese constructo colectivo, puede vanagloriarse de vivir con un cierto margen de comodidades sin depender tan agudamente de si las condiciones climáticas nos son o no favorables.
No obstante, cada día es más claro que esto tiene un elevado precio, y que poco a poco esta realidad está perdiendo la máscara de bondad para demostrar que es más un espejismo que una circunstancia duradera. No abundaré el día de hoy en las complejas causas de lo que puede ser el mayor desastre climático de la historia de la humanidad y sus funestas consecuencias, o en la forma como la geología nos juega muy malas pasadas de vez en vez. Tan solo lo traigo a colación debido a que, en el transcurso de menos de dos meses, nuestro hemisferio ha sufrido los embates de la naturaleza de una forma por demás sistemática.
Si el lector sigue las noticias día a día, se habrá dado cuenta de que nuestra región ha sido sacudida por un movimiento sísmico de muy alta intensidad y por tres huracanes prácticamente consecutivos (y en este momento está en formación un cuarto). Hoy quisiera exponer brevemente lo que para mi gusto sigue siendo uno de los aspectos menos considerados por el ciudadano promedio ante las tragedias naturales: la prevención.
Al día siguiente del paso del huracán, los ciudadanos de la región costera golpeada amanecen con la mitad de la zona residencial de su ciudad arrasada por vientos de cientos de kilómetros por hora e inundadas las avenidas principales por centímetros (o a veces incluso metros) de agua salada y/o del drenaje pluvial.
No hay electricidad, por lo que no hay acceso a los medios de información, y no se sabe a ciencia cierta cuál es el área afectada, si el gobierno ofrecerá ayuda y si esta será oportunamente recibida. Los refrigeradores no encienden, la comida se empieza a echar a perder y los generadores de emergencia de los hospitales que quedaron en pie están a toda marcha consumiendo litros y litros de diésel.
Las calles tienen cientos de árboles derribados, automóviles volteados y escombro proveniente de las casas destruidas, por lo que el paso de los vehículos de auxilio (policía, bomberos, ejercito) no es posible en las primeras horas e incluso en los primeros días después del meteoro.
Varias personas perdieron la vida bajo el techo de sus casas, y varias más están aún entre los escombros, pero no pueden ser rescatadas hasta que se organice la ayuda.
Los teléfonos de casa y celulares no funcionan, pues el huracán derribo las antenas y el cableado. La comunicación es precaria y depende casi por completo de pequeños grupos de radioaficionados que hacen todo lo que pueden para enviar al exterior los mensajes solicitando auxilio y los de las personas que quieren hacer saber a sus angustiados familiares que se encuentran bien.
La gasolina se acaba rápidamente en las gasolineras que tienen la posibilidad de extraer manualmente el combustible (las bombas son eléctricas y por tanto no funcionan) y la gente empieza a tener hambre y a sufrir la angustia de no recibir la asistencia médica, alimentos y sobre todo agua potable.
Al escasear el vital líquido, las personas empiezan a beber agua contaminada y por tanto empiezan las enfermedades gastrointestinales. Las heridas se infectan y los antibióticos se acaban. Los supermercados que quedan en pie son saqueados.
La ley del más fuerte impera y el bote de leche en polvo, el cobertor y las latas de atún que una persona lleva a sus hijos son arrebatas por tipos armados con bates de béisbol y pistolas automáticas. Al quinto o sexto día, empieza a fluir la ayuda gubernamental, ante la mirada de odio y desesperación de los ciudadanos acusan a las autoridades de llegar demasiado tarde.
Este cuadro dantesco es común en las tragedias de gran envergadura, y no es de una película de ficción. Tienen un factor común: la creencia de que “a mí eso no me va a pasar”. Las personas tienden a ceder responsabilidades a sus superiores: los padres, el gobierno, Dios.
Pocas personas toman medidas precautorias, y generalmente son víctimas de la burla de su familia, sus amigos y vecinos. La realidad escueta es que el ser humano es sumamente frágil, y nuestra sociedad lo es aún más (una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil).
La civilización está a nueve comidas de la barbarie (abundan los ejemplos, pero baste ver el comportamiento de las personas ante la devastación del huracán Katrina en Nueva Orleans). Al tercer día de no llevar alimento al estómago, la persona más respetuosa de la ley contempla el matar a su querido vecino para alimentar a sus hijos, y francamente veo difícil el poder culparla. Y sin embargo muchas tragedias pueden ser evitadas con simples medidas de precaución: el hecho de tener una reserva de alimentos no perecederos (latas y alimentos deshidratados, principalmente) equivalente a 2000 calorías por persona por al menos 5 días y dos galones de agua por persona por día pueden permitirle a cualquiera esperar a que se organice la ayuda gubernamental correspondiente.
Una simple investigación acerca de los grupos de radioaficionados que trabajan coordinados con los organismos de protección civil, así como un pequeño radio que funcione no solo con baterías sino con una fotocelda o bien con girar una manija (valen menos de 20 dólares en la mayoría de las tiendas de electrónicos) pueden proporcionarnos valiosa información sobre qué debemos hacer en caso de siniestro.
El tener baterías recargables y un buen cargador con fotocelda puede proporcionarnos luz, algo de entretenimiento para nuestros hijos y la posibilidad de comunicarnos a la brevedad. Un simple tubo con carbón activado como los que venden en las tiendas de artículos deportivos puede ayudarnos a tener agua mucho más segura y por tanto evitar enfermarnos del sistema digestivo en el momento menos oportuno (suponiendo que haya momentos “oportunos” para tener diarrea).
Un simple silbato a la mano puede hacer que los rescatistas puedan llegar hasta nosotros entre los escombros. Pero sobre todas las cosas, el análisis de las circunstancias adversas en tiempos de tranquilidad, la conformación de una red de apoyo ciudadano en conjunto con instancias de protección civil y olvidarnos por un momento del “yo” para creer en el “nosotros” podría ser la mejor receta contra el desastre, el acicate para una participación colectiva más amplia y el preámbulo para una toma de decisiones más democrática, informada y consciente.
No creo que sea mucho pedir para una especie que ha superado glaciaciones, extinciones en masa, pandemias, guerras y un sinnúmero de desastres. A la adaptación al cambio se le llama resiliencia, y por cierto Ciudad Juárez es una de las 100 ciudades del continente en las cuales se empieza a estudiar medidas de resiliencia.
Espero que mis queridos lectores hagan suya la cultura de la prevención, porque la naturaleza no espera para cobrarnos las facturas de nuestro irresponsable bacanal donde engullimos los recursos del planeta al verlo como cornucopia, y no como un espacio vital y finito.
¡Alea, iacta est!*
Marcos Delgado Ríos
Ingeniero Químico y Licenciado en Educación, con Maestría y Doctorado en Ingeniería Ambiental.
Catedrático universitario y empresario emprendedor en productos con valor científico agregado. Analista político y Rector de la Academia Superior de Estudios Masónicos (ASEM) de la Gran Logia “Cosmos” del Estado de Chihuahua. Líder del Comité de Participación Política “Salvador Allende”.
*La suerte está echada
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