En política, el estilo también comunica. Dice tanto de una persona como de su partido, de sus intenciones como de su nivel de respeto por la ciudadanía. Y en México, lamentablemente, estamos viendo cómo una forma de hacer política basada en el insulto, la mentira y la provocación ha comenzado a replicarse como modelo entre actores del Partido Acción Nacional. Esa forma tiene nombre y apellido: Lily Téllez.
La senadora panista ha hecho de la descalificación sistemática su marca personal. Su lenguaje es agresivo, sus afirmaciones carecen de pruebas, y su tono está más cerca del espectáculo que del debate legislativo. Llamar “narcopresidenta” a Claudia Sheinbaum o “narco partido” a Morena, sin sustento alguno, no es un acto de libertad de expresión: es una falta absoluta de responsabilidad política. Más grave aún, lo hace desde la máxima tribuna del país.
Pero lo que comenzó como una conducta aislada hoy se está convirtiendo en una escuela de conducta política. Lily Téllez ya hizo escuela. Y algunos de sus correligionarios han decidido seguir ese ejemplo.
Ahí está el caso del excandidato presidencial y actual senador Ricardo Anaya, quien recientemente sorprendió con el uso de un lenguaje escatológico para atacar a sus adversarios. No solo fue vulgar; fue una clara muestra de que, al parecer, el PAN ya no busca construir argumentos, sino provocar reacciones. Ese tono, propio de redes sociales mal llevadas, está contaminando la tribuna parlamentaria.
Y no hay que ir muy lejos para ver otro caso. En Chihuahua, el coordinador de los diputados del PAN cayó al nivel de insultar directamente —y con palabras altisonantes— al senador Gerardo Fernández Noroña. No fue un desliz espontáneo. Fue una expresión consciente, grabada y compartida, como si el agravio se hubiese convertido en estrategia. Como si mentarle la madre a un legislador fuese motivo de orgullo, y no de vergüenza.
Lo más preocupante de esta tendencia no es solo el lenguaje soez o las frases hechas. Es la señal que mandan al país: que la oposición ha renunciado a la argumentación, a la propuesta, al debate con altura. Que ha optado por la confrontación vacía como método y por el insulto como identidad.
En Chihuahua, varios legisladores panistas replican esta conducta como si fuera modelo a seguir. Imaginan que el aplauso en redes o el impacto mediático de una frase ruda vale más que una propuesta legislativa seria. Están equivocados. La ciudadanía está harta del ruido. Quiere resultados, no escándalos.
La oposición es indispensable en una democracia. Pero debe ser una oposición que honre el diálogo, la crítica con fundamento y el respeto institucional. No una oposición que se especializa en difamar sin pruebas, que degrada la representación popular y que alimenta la polarización del país.
Lily Téllez no es solo una senadora que actúa de forma irresponsable: es ya el referente de una forma de hacer política que le hace daño a México. El PAN, al replicar y aplaudir sus formas, asume también su costo. Porque esa escuela no forma liderazgos: los deforma.
Y si el PAN insiste en ese camino, deberá explicar cómo piensa reconstruir la confianza ciudadana. Porque quien insulta todos los días no puede exigir respeto. Y quien miente como estrategia, no puede pedir credibilidad.
México está en un momento crucial. Acaba de elegir, de forma contundente, un nuevo rumbo político. Eso requiere contrapesos, sí, pero también altura de miras. Necesita senadores, diputados y partidos que aporten, no que destruyan. Que cuestionen, no que calumnien. Que construyan desde la diferencia, no que se hundan en la vulgaridad.
La política no puede seguir por el camino de Lily Téllez. Y mucho menos, convertirlo en escuela.

Pedro Torres
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