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    enero 13, 2025 | 7:40

    La Paradoja de la Resiliencia: ¿Estamos Glorificando el Sufrimiento?

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    La resiliencia es una de las cualidades humanas más admiradas y, a la vez, más malinterpretadas. Se presenta como una virtud esencial, la capacidad de sobreponerse a la adversidad, de adaptarse al cambio y salir fortalecido. Es cierto que la resiliencia tiene un papel fundamental en nuestra supervivencia y en nuestra capacidad de afrontar crisis, pero su narrativa también encierra una peligrosa paradoja: en ciertos contextos, puede convertirse en una oda al conformismo, en un mecanismo que nos hace aceptar condiciones inaceptables bajo el pretexto de ser fuertes.

    En lugares como Ciudad Juárez, donde la adversidad parece ser parte del paisaje cotidiano, la resiliencia se ha convertido casi en un emblema identitario. Hemos aprendido a resistir la violencia, a sobrevivir la precariedad económica y a sobreponernos a las pérdidas emocionales y sociales que han marcado nuestra historia reciente. Pero esta capacidad admirable también puede volverse una carga. ¿Cuántas veces se nos dice que “hay que seguir adelante” sin que nadie se pregunte por qué seguimos enfrentando las mismas injusticias una y otra vez?

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    Carl Jung, el célebre psicólogo suizo, ofreció una reflexión que ilumina esta paradoja: “No se puede alcanzar la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.” En otras palabras, no podemos avanzar verdaderamente si no enfrentamos las raíces de nuestras dificultades. Y esto aplica no solo a nivel personal, sino también colectivo. Adaptarnos a un entorno hostil sin cuestionarlo puede hacernos resilientes, sí, pero también puede convertirnos en cómplices de nuestra propia opresión.

    Es aquí donde la resiliencia encuentra su límite. Cuando celebramos la fortaleza de una comunidad para adaptarse a la pobreza, la violencia o la desigualdad, sin cuestionar las estructuras que perpetúan estas condiciones, estamos glorificando el sufrimiento. En palabras del filósofo estoico Epicteto: “No son las cosas las que nos perturban, sino las opiniones que tenemos sobre ellas.” Este principio, aunque poderoso, también puede ser peligroso si se interpreta como una invitación a aceptar pasivamente lo que duele. No se trata de cambiar nuestra percepción del problema, sino de cambiar el problema mismo.

    Un ejemplo claro de esta dinámica es el discurso político que rodea la resiliencia. A menudo, los gobernantes y líderes comunitarios apelan a esta narrativa para desviar la atención de su incapacidad o falta de voluntad para generar cambios estructurales. Se celebra que las familias puedan salir adelante a pesar de las carencias, pero no se cuestiona por qué esas carencias existen en primer lugar. Se elogia a las comunidades que resisten, pero no se invierte en ellas para que no tengan que resistir constantemente. Se exalta a la víctima por su capacidad de resistir y avanzar, pero la justicia que merece sigue sin ser justa, menos expedita. En este contexto, la resiliencia deja de ser una virtud transformadora y se convierte en un mecanismo de control, una forma de perpetuar el status quo.

    Spencer Johnson, en su famoso libro ¿Quién se llevó mi queso?, ofrece una lección crucial: el cambio es inevitable, pero nuestra actitud frente a él define nuestro destino. En este relato, el queso simboliza aquello que necesitamos o deseamos en la vida, y la pérdida del queso nos obliga a adaptarnos, a movernos, a buscar nuevas oportunidades. Aunque la metáfora puede parecer sencilla, encierra una verdad profunda: no podemos quedarnos paralizados esperando que las cosas vuelvan a ser como eran. La resiliencia no es solo aguantar el dolor, sino movilizarnos hacia un futuro diferente. Sin embargo, Johnson también nos deja una advertencia implícita: adaptarnos no debe ser una excusa para conformarnos. Buscar un “nuevo queso” no significa aceptar cualquier migaja, sino aspirar a lo que realmente merecemos.

    En el ámbito emocional, la resiliencia es crucial para superar pérdidas, rupturas o traumas. Estudios psicológicos han demostrado que las personas resilientes no solo sobreviven a las adversidades, sino que muchas veces encuentran en ellas un significado que les permite crecer. Pero este proceso no ocurre de manera aislada. Requiere apoyo, ya sea de la familia, de la comunidad o de las instituciones. Sin ese sostén, la resiliencia puede convertirse en una carga solitaria, una lucha constante que desgasta más de lo que fortalece.

    Lo mismo ocurre en lo económico. En Ciudad Juárez, donde la economía depende en gran medida de la industria maquiladora, miles de familias enfrentan condiciones de precariedad laboral y salarios insuficientes. Han aprendido a ajustarse, a sobrevivir con lo mínimo, a buscar alternativas. Pero esta capacidad de adaptación, aunque admirable, no debería ser necesaria. La resiliencia económica no debería ser un requisito para subsistir; debería ser una herramienta para prosperar.

    Es aquí donde las enseñanzas de los estoicos cobran relevancia. Marco Aurelio, en sus Meditaciones, escribió: “El impedimento para la acción avanza la acción. Lo que se interpone en el camino, se convierte en el camino.” Este principio, lejos de invitar al conformismo, nos insta a ver las dificultades como oportunidades para crecer y transformar nuestra realidad. Pero para que esto sea posible, necesitamos algo más que resiliencia: necesitamos justicia, apoyo y un entorno que nos permita no solo resistir, sino florecer.

    En última instancia, la resiliencia no debe ser un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar un cambio duradero. Como sociedad, debemos preguntarnos: ¿queremos ser recordados como un pueblo que resistió o como uno que transformó? Enfrentar nuestras sombras, como decía Jung, no es fácil, pero es el único camino hacia la verdadera luz. Y como afirmaba Marco Aurelio, lo que parece ser un obstáculo puede convertirse en el motor de nuestra acción. La resiliencia no es una oda al conformismo; es una chispa que debe encender el fuego del cambio.

    Hoy, más que nunca, debemos mirar nuestra capacidad de resistir con ojos críticos. No se trata de rechazar la resiliencia, sino de usarla como un trampolín para exigir algo más, algo mejor. Que nuestra fortaleza no sea un monumento al sufrimiento, sino una declaración de esperanza. Resistir no debe ser nuestro destino; transformar debe ser nuestra meta. La resiliencia, bien entendida, no glorifica el dolor, sino que lo convierte en la materia prima de un futuro más justo y digno para todos.

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    David Gamboa

    Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.

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