En el complicado entramado de nuestra vida diaria, hay dos pilares que realmente importan y nos guían: la honestidad y la verdad. Estos no son solo conceptos elevados de moralidad; son los cimientos de una sociedad justa y equitativa. Es crucial, entonces, que nos detengamos un momento a pensar en cuánto valoramos estas virtudes en nuestro día a día y, aún más, en la educación que estamos brindando a nuestros niños y jóvenes.
Recuerdo una vez, cuando mi hijo me preguntó por qué era importante decir siempre la verdad, incluso si eso podría traernos problemas. Fue un recordatorio de que la honestidad, esa cualidad tan entrelazada con la decencia, es una luz en el oscuro mar de intereses personales que a veces parece engullir nuestro mundo. La honestidad es, de hecho, la forma más pura de decencia. Es mostrar al mundo nuestra integridad, nuestro compromiso con la transparencia y hacer lo correcto. Pero, ¿qué estamos enseñando realmente a nuestros hijos cuando, para evitar inconvenientes, torcemos un poco la realidad?
Por otro lado, la verdad es esa joya inestimable del pensamiento humano. Nos saca de la oscuridad de la ignorancia y la manipulación, mostrándonos la realidad tal cual es, sin adornos. “La verdad nos hará libres”, dijo Jesús el Nazareno, y cuánta razón tenía. Pero me pregunto, ¿qué mensaje estamos enviando a los jóvenes cuando optamos por esconder la verdad, manipular los hechos o disfrazar nuestros errores?
He visto cómo fácilmente podemos caer en el juego de culpar a otros por nuestras faltas, justificar la violencia verbal o física como una respuesta legítima ante el desacuerdo. Pero, reflexionando en voz alta, ¿es ese el legado que queremos dejar?
En la carrera por nuestro propio bienestar, no podemos olvidar el bienestar de la comunidad. La honestidad y la verdad no son solo fundamentos de una sociedad justa; son también la enseñanza más valiosa que podemos ofrecer a quienes vienen detrás de nosotros. Necesitamos ser el ejemplo, mostrando a las nuevas generaciones la importancia de mantenerse firme en valores sólidos, para navegar en este mundo complejo y a veces abrumador.
Una reflexión que me ha acompañado durante mi vida, lección aprendída de mi padre, y que ahora como madre de familia, forma parte de la educación hacia mis hijos. Hacer las cosas bien o mal, en el fondo, puede parecer lo mismo, incluso nos exige el igual de tiempo; sin embargo, es fundamental entender y hacer analizar al resto, que ambas nos enfrentan a las consecuencias de nuestras elecciones, y en su mayoría, elegir actuar mal, conlleva un precio bastante caro. Nuestra integridad define el legado que queremos construir y dejar para los que siguen nuestros pasos.
Al final, la honestidad y la verdad no solo nos liberan como individuos; nos comprometen con el bienestar de todos. Pensar seriamente en el legado que queremos dejar, es asumir la enorme responsabilidad de educar con coherencia y amor. Solo así, podremos forjar un futuro más justo y humano.
Verena González
Lic. en Ciencias de la Comunicación