¿Alguna vez ha conversado el lector con su abuelito? Por supuesto, es una pregunta retórica, todos los que hemos tenido el privilegio de tenerlo con nosotros lo hemos hecho (mi abuelito tiene 99 años y tengo la dicha de seguir disfrutando de sus charlas). Probablemente le ha hablado de lo dura que es la vida, de lo mucho que debe uno enfocarse en el trabajo y de lo importante que es la familia; probablemente ha hecho hincapié en lo complicadas que son las relaciones humanas y solo tal vez, de algo a lo cual me gustaría enfocarme el día de hoy: de sus miedos, en particular, del miedo al futuro.
Nuestros abuelos tuvieron miedo, angustia, terror o todas las tres concepciones juntas a una buena cantidad de situaciones: sufrieron la guerra fría y tuvieron miedo a las armas nucleares; tal vez a las crisis económicas como la de 1929, a la falta de empleo, a la gripe española y enfermedades parecidas y le puedo asegurar que el adulto mayor promedio le tiene horror al aparatito que usted probablemente esté usando para leer esta columna.
Palabras como WhatsApp, Facebook, Wifi, aplicación o “nube” les causa urticaria pura, y es que la tecnología sin duda alguna va siempre varios pasos delante de lo que la mentalidad individual puede asimilar.
Probablemente a usted le provoque una ligera sonrisa cuando un maestro jubilado le hable de un mimeógrafo, de un proyector de acetatos o de filminas, cuando un ingeniero bastante entrado en años le comente que las operaciones aritméticas las realizaba con reglas de cálculo en lugar de con calculadoras científicas y cuando un oficinista le hable de las máquinas de escribir electrónicas (o aun peor, ¡de las mecánicas!), del fax y del telégrafo o los giros postales. Pero le recomiendo que sea amable con su interlocutor, pues muy pronto su nieto estará burlándose a carcajada libre cuando usted comente sobre su iPhone, su BlackBerry y su Snapchat.
La adaptación al cambio ha generado verdaderos ríos de tinta, pasando de los libros futuristas de Alvin Toffler y Asimov hasta las distopías como las de Huxley, Bradbury y Orwell. Y es evidente que aún no aprendemos gran cosa. Las personas seguimos con ese temor latente a que el día de mañana pertenezcamos al pasado por decreto tecnológico. Esto, aunque incuestionablemente es una situación genuinamente humana, afecta también a la misma tecnología.
Seguramente recordará, quien lee estas líneas, con cierto toque de nostalgia, a la maravilla tecnológica representada en los transbordadores espaciales norteamericanos. Equipos complejos y poderosos que abarataron la carrera espacial al poner carga, equipos de precisión y seres humanos en el espacio por una fracción del costo de la misma operación comparado con la década de 1960. Portentos tecnológicos que surcaban la atmósfera en unos cuantos minutos para hacer acrobacias increíbles y poner un satélite de millones de dólares en órbita. Y sin embargo fueron retirados de la carrera espacial de forma, para mi gusto, poco elegante.
La razón para ello fue aún menos elegante, y tuvo que ver con algo poco evidente. El que fuera una herramienta extraordinaria no la salvaba de llevar en sus entrañas el germen de su propia destrucción (la obsolescencia), y esto es porque simple y llanamente la tecnología profunda y fundamental del mismo era un reflejo de la década de 1970. Las computadoras de a bordo, en su parte fundamental, contenían diodos y estructuras de aquella década en la cual fueron diseñados.
Quizá se esté preguntando usted cómo es que eso fue posible, y la respuesta es simple: costeabilidad. Cuando se tiene toda una montaña de miles de millones de dólares invertida en un equipo, difícilmente es posible reinventarlo ante cada avance tecnológico, de la misma forma que usted no cambia su flamante celular de gama alta y 15 mil pesos de costo cuando 3 meses después sale la siguiente edición (bueno, al menos el ciudadano promedio no puede darse ese lujo). En la segunda parte de este artículo, si el lector así me lo permite, continuaré desmenuzando esta maraña de sentimientos encontrados, cuestiones financieras, ventajas evolutivas y temores atávicos de la humanidad.
¡Alea iacta est!*
Marcos Delgado Ríos
Ingeniero Químico y Licenciado en Educación, con Maestría y Doctorado en Ingeniería Ambiental.
Catedrático universitario y empresario emprendedor en productos con valor científico agregado. Analista político y Rector de la Academia Superior de Estudios Masónicos (ASEM) de la Gran Logia “Cosmos” del Estado de Chihuahua. Líder del Comité de Participación Política “Salvador Allende”.
*La suerte está echada
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