Hace unos días platicaba con una gran amiga y su joven hija. Entre café y alegrías, compartíamos algunas percepciones sobre la madurez de las personas, especialmente de algunos hombres, y con ello la edad de su nueva pareja (varios años mayor que ella).

—No sé por qué siempre caigo con los mayores —me decía, y yo le secundaba diciendo:

—Al paso que vamos, vamos a andar con uno de 80.

Entre risas de complicidad femenina que solo nosotras entendemos, volteamos a ver a la joven presente para conocer su punto de vista, y su respuesta nos aterrizó:

—Lamento darles una mala noticia; no es la edad, es la especie.

En ese momento comprendí que la chica tenía claro su concepto de “madurez” sin cuestionarlo, simplemente me agradó ver la naturalidad con la que aceptaba el comportamiento humano sin considerar la edad, el estatus social, la ideología, la cultura, la religión o los dogmas… Todo se diluye cuando nos visualizamos como un todo: la especie humana.

Desde la definición misma, la palabra “madurar” es un tanto compleja. A los adolescentes les obligamos a ser maduros; de adultos, nos esforzamos por alcanzar ese “momento óptimo” para estar como las frutas en su punto de jugosidad y contar entonces con los elementos necesarios para ser dignos de considerarse “maduro”. Aspiramos a llegar a ese estado de desarrollo psicosocial y emocional donde, además, se enlistan una serie de requisitos como la empatía, la independencia, la templanza, la capacidad de resolver conflictos, entre otros.

Hay quienes osan creer que la madurez humana es sinónimo de sobriedad, una idea basada en las estructuras sociales del pasado que limitaban otras habilidades que hoy sabemos son importantes en las relaciones de las personas, como la alegría y el amor.

En términos fisiológicos, cada etapa de la vida alcanza su propia madurez, pero en los demás aspectos de la existencia, este “estado de desarrollo” tiene tantas versiones como humanos.

Una de las descripciones que más me gustan sobre madurar es la del conferencista Yokoi Kenji, que relaciona esta completitud personal con la habilidad para amar. Dice Yokoi que “solo quien ama, madura”.

Quien decide con amor, triunfa. Cuando el sentido, la forma y el fondo de nuestras decisiones y acciones se proyectan en virtud de la valoración personal, el respeto, la dignidad del otro y una conciencia firme del bienestar común, la edad madura no existe, pues hay quienes, con los años, perdemos esa conciencia y ganamos individualismo y egolatría.

No, queridas amigas, no es buena idea pensar que mientras más años, mayor calidad y calidez acumulamos.

Lo que sí dan los años son oportunidades de aprender y experimentar en la cuenta contable del amor, donde lo que decimos y hacemos suma y resta en el cálculo personal y en el libro de vida con quienes convivimos.

¿Cuántas experiencias amorosas (no románticas ni sexuales) realizamos todos los días? Creo que en esa medida muchos niños y jóvenes nos superan en madurez, pues nuestra acelerada forma de vida nos impide valorar las acciones más sencillas para expresar el amor y considerar que el éxito humano está solamente en lo material.

Este inicio de año, mis deseos son muchas experiencias que nos hagan demostrar cada vez más amor propio, amor sincero a nuestros seres queridos y, claro, más amor leal a nuestras comunidades, grupos, amigos y proyectos.

Rocío Saenz

Lic. En Comercio Exterior. Lic. En Educación con especialidad en Historia. Docente Educación Básica Media y Media Superior, Fundadora de Renace y Vive Mujer A.C. Directora de Renace Mujer Lencería, Consultora socio política de Mujeres.