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    noviembre 5, 2024 | 3:30

    No llamemos terrorismo al narco, los peligros de las etiquetas

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    Perseguir el dinero y las armas, impulsar políticas públicas de salud para el tratamiento de las adicciones y fortalecer los sistemas de transparencia y rendición de cuentas son tareas que tienen más impactos positivos de largo alcance dentro de las comunidades

    El pasado fin de semana, el presidente Andrés Manuel López Obrador tuvo un encuentro en Bavispe, Sonora, con las familias LeBarón, Langford y Miller para presentarles avances sobre la investigación del crimen que en noviembre de 2019 se perpetró contra nueve personas integrantes de esa comunidad.

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    Los orígenes estadounidenses de la familia LeBarón han permitido que hasta la fecha sus miembros cuenten con la ciudadanía de aquel país, lo que les abrió la posibilidad de acudir a autoridades norteamericanas para pedir justicia por la masacre.

    Dentro de las peticiones hechas en 2019 al gobierno y al congreso de Estados Unidos estaba que se pudiera considerar a los cárteles mexicanos del narcotráfico dentro de la categoría de terroristas.

    Aunque inicialmente la medida podría causar simpatía, detrás de la definición de terrorismo existen varias consideraciones que le costarían a México pérdida de su soberanía, pero además, pondrían en riesgo la vida de quienes habitan en el territorio al sur de la frontera estadounidense.

    Expertos consultados en un artículo de la BBC advirtieron que las determinaciones para considerar terrorista a una organización son políticas, no necesariamente técnicas; y que de la decisión de considerar terroristas a los cárteles mexicanos estaría más relacionada con la estigmatización de México y sus ciudadanos, particularmente en un gobierno como el del presidente Donald Trump, que ha hecho del discurso antiinmigrante una bandera.

    Concedamos ahora que dentro de sus fronteras Estados Unidos protege sus operaciones de inteligencia; sin embargo, es necesario reconocer que al cruzar la frontera, la falta de responsabilidad (accountability) del gobierno estadounidense ha significado la pérdida de vidas que, pareciera, cuentan menos.

    El ejemplo mejor documentado sea, tal vez, el de marzo de 2011 en la comunidad de Allende, Coahuila, donde un pueblo entero vivió el terror del narco por información que pasó Estados Unidos a funcionarios mexicanos corrompidos por los cárteles.

    Una investigación de ProPublica y National Geographic documentó que los policías mexicanos que recibieron y filtraron la información de las agencias estadounidenses pertenecían la Unidad de Investigaciones Sensibles de la Policía Federal mexicana. El problema es que esos mismos policías habían sido examinados, formados y aprobados por la DEA.

    Los conteos de personas asesinadas van desde las 28 reconocidas oficialmente hasta las 300 de acuerdo con familiares de las víctimas. Hasta la fecha, ningún procedimiento judicial ha sido iniciado en contra de los responsables de la filtración ni en Estados Unidos ni en México.

    El solo anuncio de que el congreso estadounidense estudia la posibilidad de ingresar a la lista de organizaciones terroristas a los cárteles mexicanos también ha encontrado resistencia del gobierno nacional, especialmente del canciller Marcelo Ebrard.

    El secretario de Relaciones Exteriores sabe que el terrorismo como categoría tiene entre sus implicaciones la posibilidad de que entren a México tropas estadounidenses y de que actúen sin marcos legales que les hagan responsables por violaciones graves a derechos humanos.

    Además del fracaso de la operación Rápido y Furioso -que significó una intervención en la vida nacional- y de la colaboración con personajes como Genaro García Luna, habrá que recordar que las intervenciones militares de Estados Unidos tienen por rasgo común la violación sistemática a todo tipo de convenciones de derechos fundamentales y que rara vez terminan en justicia para las víctimas y castigo para los perpetradores.

    Mientras algunos legisladores demócratas y republicanos apoyan la propuesta de los LeBarón, hay varias acciones que ya existen en la ley y que no se han aplicado.

    Un ejemplo claro es cómo las investigaciones de las autoridades de Estados Unidos no han logrado frenar el tráfico de drogas en aquel país, lo cual funciona necesariamente con la complicidad de elementos de los gobiernos locales, estatales y nacionales de varias corporaciones de seguridad.

    Otro tema pendiente es, por supuesto, la participación de grandes empresas en los esquemas de lavado de dinero. La reciente revelación de los FinCEN Files mostró cómo billones de dólares son lavados en el sistema bancario sin que haya consecuencias graves para las corporaciones financieras, gobiernos, empresas –incluidos los cárteles– y personajes públicos y privados que recurren a permisivas condiciones para esconder el capital.

    El combate a la corrupción de jueces, notarios, alcaldes, legisladores, gobernadores, organizaciones religiosas y por supuesto partidos políticos se vuelve otro de los asuntos impunes en la materia.

    Perseguir el dinero y las armas, impulsar políticas públicas de salud para el tratamiento de las adicciones y fortalecer los sistemas de transparencia y rendición de cuentas son tareas que, además de ayudar a frenar el avance del narcotráfico, tienen impactos positivos de largo alcance dentro de las comunidades.

    Encima, creo que es necesario señalar un poco de la incongruencia del gran policía del mundo: mientras se pretende dictar políticas para naciones extranjeras, Estados Unidos no ha dado un solo paso para reconocer que dentro de su territorio operan grupos que sí tienen un claro interés ideológico –lo que no se cumple en el caso de los cárteles– y que a lo largo de décadas han cometido crímenes de odio y terror en contra de minorías raciales.

    Las masacres como la de El Paso, Texas, cometida por un individuo que buscaba dañar a las personas de origen latino, requieren de una aproximación teórica que les ubique como terrorismo local y que permita una discusión seria sobre el control de armas.

    DESDE LA FRANJA
    1.- El exfuncionario duartista Jaime Herrera Corral se pasea sin pena por la capital de Chihuahua.
    2.- Los panistas y servidores públicos Alfredo Piñera, José Luévano y Hugo Schultz se saben impunes a pesar de haber grabado y entregado al narco conversaciones con la periodista Miroslava Breach.
    3.- El exsecretario de Salud Ernesto Ávila regresó al gobierno estatal que le sacó por la puerta trasera después de que se “dejara llevar” al adjudicarse un bono de más de cien mil pesos.
    4.- Javier Corral organiza otro foro anticorrupción para decirle a sus amigos que no hay gobierno que ataque la corrupción como el de Chihuahua.
    Que quede claro, aquí por frivolidades no paramos.

    Itzel Ramirez Foto BN
    Itzel Ramírez

    Periodista con estudios en Ciencia Política y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus trabajos periodísticos han sido publicados en Reforma y El Diario de Juárez. Actualmente realiza consultoría, investigación, análisis y diseño de políticas públicas y construcción de indicadores de evaluación.


    Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.

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