La reciente muerte del Papa Francisco marca el fin de una era y abre la puerta a profundas reflexiones tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica. Más allá de su rol como líder espiritual de más de mil millones de fieles, Jorge Mario Bergoglio fue, ante todo, un gran humanista. Un hombre que, desde su humildad y autenticidad, supo conectar con creyentes y no creyentes, con los poderosos y los olvidados, con los que aplaudían a la Iglesia y también con quienes la cuestionaban.
Desde su elección en 2013, Francisco dejó claro que no sería un papa tradicional. El nombre que eligió, en honor a San Francisco de Asís, ya anticipaba su mirada compasiva hacia los pobres, los marginados y el cuidado de la “casa común”, como él llamaba al planeta. Rompió con los protocolos del lujo vaticano, prefiriendo vivir en la residencia de Santa Marta antes que en el palacio apostólico. Caminó al lado de refugiados, denunció las injusticias del sistema económico mundial, y pidió una Iglesia “en salida”, no encerrada en sus propios muros.
Pero quizá su mayor legado no fue solo lo que dijo, sino cómo lo dijo. Su discurso se caracterizó por una cercanía inusual para un pontífice. En lugar de condenas, ofrecía preguntas. En vez de juicios, extendía manos. En tiempos de crispación global, el Papa Francisco se convirtió en un símbolo de empatía, diálogo y sentido común. Su humanidad, más que su autoridad, fue lo que conquistó a millones.
Ahora que su voz se ha silenciado, la Iglesia enfrenta una coyuntura decisiva. La muerte de Francisco no solo implica la elección de un nuevo sucesor de Pedro; también representa una oportunidad para repensar, reformular y renovar profundamente la institución eclesiástica. El Papa plantó semillas de cambio, algunas de las cuales germinaron tímidamente. Otras, aún esperan ser regadas con valentía.
Entre los grandes desafíos pendientes se encuentran temas que siguen generando tensiones internas: el aborto, la homosexualidad y el rol de la mujer dentro de la Iglesia. Francisco dio pasos significativos al hablar de la necesidad de acoger a las personas LGBT+ “con respeto y sensibilidad”, y al señalar que las mujeres deben tener un rol más relevante en las estructuras eclesiales. Sin embargo, aún hay mucho por hacer.
¿Será este el momento de permitir la ordenación de mujeres como diáconos o incluso sacerdotes? ¿Podrá la Iglesia reconocer los derechos de las personas homosexuales dentro de sus estructuras sin ambigüedades ni matices excluyentes? ¿Llegará el día en que se escuche de forma sincera y abierta a las mujeres y a los jóvenes que claman por una Iglesia menos patriarcal y más comprometida con la justicia social?
La sucesión de Francisco no debería ser simplemente una cuestión de continuidad o ruptura, sino de evolución. La Iglesia Católica, con su inmenso poder simbólico y su arraigo en todos los rincones del mundo, tiene la capacidad de liderar un proceso de transformación ética y espiritual acorde a los desafíos del siglo XXI. No se trata de “adaptarse al mundo”, como dirán algunos conservadores, sino de ser fiel al mensaje más profundo del Evangelio: el amor, la compasión, la justicia.
El Papa Francisco nos deja un legado de ternura, de coraje y de apertura. Sería una traición a su memoria que la institución retrocediera hacia el clericalismo rígido o las fórmulas caducas. Por el contrario, honrar su vida implica tener la valentía de continuar su impulso reformista, de hacer de la Iglesia un verdadero hogar para todos, especialmente para quienes durante siglos han sido excluidos o juzgados.
En este momento de duelo, la fe puede ser consuelo, pero también debe ser motor de cambio. La historia está mirando a Roma. Y tal vez, desde algún rincón del cielo, Francisco también. Gracias por leer, yo soy Daniela Gonzalez Lara.

Daniela González Lara
Abogada y Dra. en Administración Pública, especializada en litigio, educación y asesoría legislativa. Experiencia como Directora de Educación y Coordinadora Jurídica en gobierno municipal.