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    septiembre 19, 2024 | 7:07

    Más Paradojas

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    En el librero que ocupaba la pared principal del estudio, donde mi abuelo solía pasar sus días entre lecturas literarias y políticas, sobresalía el lomo rojo de un grueso volumen editado por Reader’s Digest: La Fuerza de las Palabras. Era una guía sobre el arte de hablar con propiedad y escribir correctamente. Hace unos 47 años, quizá, mientras lo hojeaba por primera vez, jamás habría imaginado que, en algún momento de mi vida, la fuerza de las palabras cobraría tanto sentido como en esta época.

    A través de la ventana de la neurolingüística —una disciplina que explora el delicado entrelazado del lenguaje con nuestro cerebro, y cómo las palabras no solo expresan pensamientos, sino que también moldean la forma en que comprendemos nuestras experiencias— podemos entender mejor este fenómeno: la conciencia se va construyendo con cada aprendizaje que obtenemos, ya sea del pasado o proyectado hacia el futuro.

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    En ese viejo librero se guardaban las letras ilustradas de los primeros pensadores, novelas, enciclopedias y una antigua colección de siete u ocho tomos de El Quijote de la Mancha, encuadernados en cuero, que mi abuelo jamás me dejó tocar. Estaban en la repisa más alta del librero, inalcanzable para mí…

    En varias ocasiones, el niño curioso que yo era entonces (y sigo siendo) le preguntó por la historia de esa colección de libros, algunos de los cuales tenían marcas de fuego en sus lomos. La respuesta era siempre la misma: silencio, mientras él los contemplaba con nostalgia, como si reviviera algún momento solo para sí mismo.

    Hoy entiendo que es precisamente en esos silencios, en las historias no contadas de los libros de mi abuelo, donde descubrí que la vida se construye de experiencias inmortales que dejan una huella profunda en nuestra conciencia. Como sugiere la neurolingüística, el lenguaje no solo es una herramienta para comunicarnos, sino también para crear y reinterpretar nuestra realidad. Cuando mi abuelo cambió de plano existencial, se llevó la historia consigo. Hoy, esa colección descansa protegida en algún librero de mis tíos.

    De eso está hecha la vida: de experiencias inmortales que crean conciencia y aprendizaje. Sin embargo, eso no lo sabemos al nacer, y muchos llegaremos al ocaso de nuestras vidas sin comprender que nada de lo que ya pasó realmente existe, excepto en la propia conciencia, a veces individual y a veces colectiva. De esta última se escribe la historia universal, con las memorias de la conciencia compartida.

    En este sentido, algunos podríamos afirmar que “el amor no existe”, considerando que es un constructo mental que se evoca por elección, un argumento que para otros sería provocadoramente nihilista.

    Pero esta visión plantea un punto interesante: ¿es el amor realmente un sentimiento genuino y universal, o es más bien una narrativa que nos contamos, un contrato social que aceptamos —o rechazamos— según nos convenga?

    En el pasado, pensadores como Erich Fromm vieron al “amor” como un acto de voluntad y una práctica que requiere cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento; un proceso continuo y profundamente transformador.

    Si tiene la dicha de ser padre o madre, puede afirmar sin vacilaciones el efecto transformador que le brindó la primera vez que vio y tuvo en brazos a esa hermosa criatura producto del amor. No del amor carnal, del amor en acción del que ilusiona, cuida y protege.

    La perspectiva moderna que considera al amor como un “constructo desechable” puede interpretarse como un reflejo de una era en la que las relaciones humanas se vuelven transaccionales y efímeras. Vivimos en tiempos donde la inmediatez y la gratificación instantánea moldean nuestras relaciones. En ese sentido, paradójicamente, la tecnología nos permite conexiones rápidas, pero también desconexiones inmediatas, fomentando la idea de que todo es sustituible, incluso el amor.

    Por ello, afirmo que el amor no existe per se, sino que su existencia depende de la conciencia de este y del aprendizaje adquirido en función del valor y del significado que le asignemos. De esta manera, el amor se convierte en un acto de voluntad potente y legítimo más que en una experiencia involuntaria.

    Tal vez, la paradoja radica en que el verdadero aprendizaje no reside en verlo como una ilusión que termina, sino en entender cómo, a pesar de ser conscientes de su naturaleza efímera y a veces dolorosa, seguimos eligiendo amar una y otra vez.

    Parafraseando al “poeta” guatemalteco Ricardo Arjona: “El problema no es el problema”, porque el problema reside en el pasado, y el problema en sí mismo no puede hacernos daño.

    Nos deprimimos cuando nos quedamos atrapados reviviendo los errores y vicisitudes de ese pasado, hasta que somos conscientes de su causa y efecto en nuestra vida actual y creamos el aprendizaje sanador. Nos sentimos ansiosos cuando proyectamos al futuro nuestros temores e inseguridades. Es decir, el problema, en realidad, es la actitud que adoptamos en el presente, que es lo único que realmente poseemos.

    Entonces, si lo que ya pasó en realidad no existe, ¿por qué causa tribulaciones? Porque la conciencia crea aprendizaje, y el aprendizaje, a su vez, sublima la conciencia, evolucionándola o involucionándola. Esa es la paradoja eterna y constante: la conciencia creando aprendizaje, y el aprendizaje creando conciencia. Es un ciclo del que nadie puede escapar.

    De lo anterior, se deriva la importancia de regresar al cuarto de reflexiones, al silencio y oscuridad de nuestro interior para gravitar hacia el origen y reconectar con el yo creador. Solo en la oscuridad brilla más la luz y en el silencio se aprecian las más bellas melodías. Así, y a pesar de nosotros mismos, todas las paradojas son reconciliables en el universo mental.

    La neurolingüística nos ofrece una mirada al misterio de cómo el pasado, aunque ya no exista en lo tangible, vive en la arquitectura de nuestras mentes, en las palabras que elegimos y las historias que contamos. El aprendizaje y la conciencia son, entonces, dos caras de una misma moneda, un ciclo infinito en el que cada pensamiento, cada recuerdo, crea un eco en el presente. Por ello, empezamos a aprender con cada palabra que pronunciamos, con cada silencio que guardamos.

    Una paradoja, quizás la más grande de todas, nos recuerda que, en el preciso instante en que nacemos, comenzamos a morir…

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    David Gamboa

    Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.

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