Hay hombres que no lloran. No porque no lo necesiten, sino porque aprendieron a hacerlo por dentro. Hombres que abrazan, que cuidan, que preguntan qué se necesita antes de pensar en sí mismos. Hombres que atienden el hogar, que levantan hijos ajenos como si fueran suyos, que sostienen casas, cuerpos, silencios. Y que aún así, son descartados.
Esta es la historia de uno de ellos.
No importa su nombre. Lo importante es lo que vivió. Lo que aún vive, como tantos otros que no entran en las estadísticas de víctimas, pero arrastran una herida abierta que no sangra por fuera.
Durante años, sostuvo una familia con todo lo que tenía. Tiempo, dinero, fe, ternura. Se enamoró de una mujer que parecía haberlo perdido todo, y quiso ser refugio. También para el hijo de ella, a quien cuidó con el amor que solo da quien elige ser padre sin haberlo sido. Se volvió proveedor, cuidador, psicólogo, mecánico, enfermero. Nunca pidió nada. Solo un poco de paz.
Pero el amor no siempre es simétrico. A veces, el amor es usado como llave, como anzuelo, como cadena. A veces, quienes más reciben son los que más exigen. Y la exigencia fue creciendo: primero los celos, luego las escenas, después la violencia. No una gran explosión, sino pequeñas grietas cotidianas: gritos frente a los niños, silencios, sarcasmos, amenazas. Después, los golpes. Y el cuerpo de él, hecho para proteger, se convirtió en escudo.
El colmo fue la acusación. Un susurro dicho con la frialdad de quien sabe lo que siembra: “El niño dice que tú…” Una frase que no se termina, porque quien la escucha ya está roto.
¿Dónde va un hombre después de eso? ¿A quién le cuenta? ¿Quién le cree?
Fue al médico. No porque lo golpearan —aunque lo habían hecho—, sino porque el corazón colapsó. La ansiedad lo tumbó frente a sus hijos. Fue al hospital con el pecho apretado y el alma deshecha. Le dijeron que era estrés. Pero el estrés no se archiva. El estrés de ser acusado, de no tener voz, de ser golpeado sin poder defenderse, de seguir amando a quien lo destruye, se queda a vivir en el cuerpo.
El hombre, literalmente echado del hogar que construyó, no denunció. No gritó. No expuso en redes. Y desde entonces, lucha por volver a ver a sus hijos. Por limpiar su nombre. Por respirar.
Esto no es un caso aislado. Es una forma de violencia que nadie quiere mirar. Porque nos duele pensar que una mujer puede ejercer poder de forma cruel. Porque nos cuesta ver a un hombre bueno. La narrativa popular lo viste de tirano. Mucho menos verlo derrumbado. Porque aún nos aferramos a un modelo binario donde solo una parte puede ser víctima, y la otra, agresora.
Pero las relaciones tóxicas no entienden de género. El abuso no siempre tiene forma de puño: a veces es palabra, omisión, encierro, manipulación emocional. Y a veces, como en este caso, es todo eso junto.
Él no quiere venganza. Solo quiere paz. Ver a sus hijos sin miedo. Dormir sin sobresaltos. Poder tocar una puerta sin que lo esperen con un expediente en la mano.
Mientras tanto, sigue trabajando. Sigue amando. Y sigue guardando silencio, aunque ya no le quede garganta.
Que esta columna sirva, al menos, para hacer oír su grito.
Esta columna forma parte del universo de “Perfidia”, una obra en desarrollo que expone, sin concesiones, las violencias que nadie quiere mirar.
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David Gamboa
Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.
