La palabra “pendejo/a” tiene múltiples connotaciones, y, curiosamente, todas parecen girar en torno a la pérdida de algo fundamental: la dignidad. Pendejo, es un término flexible, capaz de adaptarse a contextos de ingenuidad, astucia o incluso de entrega desmedida. Por ejemplo, cuando alguien comete errores evidentes, se escucha el inevitable: “No seas pendejo”. Pero si alguien intenta pasarse de listo, el giro cambia a: “No te hagas pendejo”, acusándolo de astucia malintencionada.

Últimamente, el término ha cobrado un matiz más romántico, gracias a la viral frase: “Ay, mi pendejo”, usada para describir a esa persona enamorada que haría cualquier cosa por la persona que ama. Y aquí surge la pregunta del millón: ¿cuántas veces hemos sido ese pendejo, sin querer o queriendo?

Ser un pendejo tiene una sensación peculiar, una mezcla de certeza e ironía. Es como saber exactamente lo que no debes hacer, pero hacerlo de todos modos. Es jugarse la última carta con toda la esperanza del mundo solo para terminar rompiéndote contra un muro que tú mismo construiste. Ese sentimiento, ese momento de reconocer la derrota, es algo que veo a menudo en mis pacientes.

La verdad detrás de invertir más de lo que puedes ganar es desoladora. Pero también marca un punto de inflexión: reconocer que has sido un soberano pendejo. ¿Qué hacer entonces? Moverse, ya sea hacia adelante o hacia atrás, pero no quedarse en ese lugar.

El proceso de aceptación es duro. Al descubrirte como un pendejo, el corazón se decepciona de ti mismo. Y aquí comienza el camino de la restauración, pero no es automático ni fácil. No. La decepción lleva a la autodestrucción, al juicio severo, al castigo propio. Es un grito interno: “No es posible ser tan pendejo.”

Pero tras este periodo oscuro, llega un momento más claro. Negociamos con nuestra pendejez, y comenzamos a restaurar la fe en nuestro corazón. Un corazón que actuó con amor, incluso si el resultado fue devastador. Así surge una nueva etapa: reconocerte como un pendejo buena gente. Luego, viene otro descubrimiento: los demás también son pendejos. Ese otro, esa persona que recibió lo mejor de ti y se aprovechó, es también un pendejo. Este hallazgo equilibra un poco la balanza, acercándote al auto perdón. Porque cuando comprendes que no solo tú, sino todos cometemos pendejadas, algo se libera.
Aceptar esto requiere tiempo, esfuerzo y, claro, mucho dolor. Si lo haces con terapia, te aseguro que el camino es más corto. Reflexionar sobre el significado de “pendejo” es darse cuenta de lo poco que sabemos de las palabras y cómo estas moldean nuestros pensamientos y actos.

En psicología positiva, se habla de cómo la mente está diseñada para pensamientos constructivos, pero la programamos al revés. Volver a nuestro origen requiere enfoque y autoconciencia. Así que, en terapia, mi pregunta sería: ¿Qué significa “ser un pendejo” para ti? Las respuestas que escucho son muy variadas, pero tienen un denominador común: amar intensamente, al punto de olvidarse de sí mismos.

Y entonces, ¿por qué juzgar algo tan humano como amar? Reconocerse pendejo significa ser más sabio hoy porque aprendiste que amar tiene un costo, entonces tal vez el verdadero acto de sabiduría es aceptar que debes amarte a ti primero, bajo cualquier circunstancia, así es como al final, ser un pendejo en algún momento de la vida es algo que nos hace profundamente humanos. Como dijo Jung: “el error no es un enemigo, sino un maestro disfrazado” y si aún no puedes reconocerte como tal, nos vemos en la terapia.

Lucía Barrios

Psicoterapeuta, fundadora de CEFAMPI y autora. Experta en terapia breve, violencia de género y derechos humanos. Conferencista y docente en UACJ, ha liderado proyectos significativos sobre psicología y desarrollo humano.