En una sociedad donde la prisa y la competencia a menudo eclipsan la empatía, hablar de solidaridad se siente casi subversivo. Sin embargo, más que una simple virtud, la solidaridad debe ser un pilar de nuestra democracia. Un valor que trasciende lo personal para instalarse como un derecho fundamental: el derecho a la solidaridad.
¿Qué implica esto? Reconocer que cada individuo no solo tiene el deber, sino el derecho intrínseco a recibir y ofrecer apoyo en los momentos más críticos. Vivir en comunidad significa forjar redes de protección que no dejen a nadie desamparado. Los derechos humanos no son dominio exclusivo de expertos o instituciones; son una responsabilidad colectiva, diaria y compartida.
La solidaridad es la esencia de una ciudadanía activa. Cada vez que se extiende una mano a una mujer violentada, se levanta la voz por un migrante discriminado, se exige justicia para una familia desaparecida o se acoge a un adulto mayor en soledad, se activa una poderosa cadena de favores que transforma nuestra realidad.
Esta cadena no es mero altruismo; es justicia social en acción. Es reconocer la dignidad humana como un valor innegociable y entender que solo a través de lazos solidarios podemos aspirar a una vida libre de violencia, desigualdad y exclusión. No hay derechos humanos sin comunidad, ni comunidad sin corresponsabilidad activa.
Hoy, más que nunca, México necesita reorientar su discurso público hacia la empatía. La violencia no se erradica con más violencia, ni la pobreza con asistencialismo vertical. Necesitamos una ciudadanía comprometida que vea en el otro, sin distinción, no una amenaza, sino un aliado.
Aunque el derecho a la solidaridad no figure explícitamente en nuestra Constitución, palpita en cada principio de dignidad, libertad, igualdad y no discriminación. Resuena en el espíritu de los tratados internacionales que México ha firmado, obligándonos a construir un Estado garante de derechos, más allá de un simple administrador de servicios. Se manifiesta en cada niña que clama por jugar segura, en cada madre buscadora aferrada a la esperanza, en cada persona que elige no silenciar la injusticia.
Tejer esta cadena solidaria implica asumir que todos somos responsables de la cohesión social. No se trata de actos heroicos aislados, sino de pequeñas acciones cotidianas con un impacto profundo: acercarse, escuchar atentamente, involucrarse activamente, usar nuestra voz para amplificar otras voces silenciadas, sembrar humanidad donde antes hubo miedo.
Cuando la solidaridad se convierte en una práctica constante, deja de ser caridad para transformarse en política. Y esa es la política apremiante para nuestro país: una con rostro humano, centrada en las personas, donde la empatía sea la guía de gobierno y el compromiso social, una forma de vida.
Solo cuando comprendamos que mi derecho es también tu responsabilidad, y tu sufrimiento mi causa, podremos construir una sociedad genuinamente justa. Ahí donde el individualismo se desvanece y emerge una conciencia colectiva, los derechos humanos florecen en su plenitud.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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