El vínculo entre un padre, una madre y su hijo debería ser sagrado, un espacio de refugio y estabilidad en el que el amor prime sobre cualquier adversidad. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, esta relación se ve pervertida por el rencor y la manipulación, convirtiéndose en un campo de batalla donde el bienestar del menor es la primera víctima.
Hoy es imperativo hablar de la violencia vicaria inversa, un fenómeno que, si bien ha recibido poca atención mediática e institucional, es igual de corrosivo que su contraparte más reconocida. La violencia vicaria, en su forma tradicional, implica utilizar a los hijos como instrumentos para infligir daño emocional a un progenitor. Pero cuando este concepto se invierte, se revela un mecanismo aún más insidioso: la instrumentalización de las leyes y de las instituciones como herramientas de venganza, privando a uno de los padres de su derecho a convivir con sus hijos bajo pretextos manipulados y frecuentemente infundados.
Las estrategias de la violencia vicaria inversa pueden ser sutiles, pero su impacto es devastador. Desde denuncias infundadas que restringen el contacto, hasta la siembra de rencores que llevan a los menores a rechazar al otro progenitor, las formas en las que esta violencia se manifiesta son múltiples y dañinas. El costo más alto lo pagan, sin duda, los hijos, quienes son lanzados al epicentro de un conflicto del que nunca deberían haber sido parte. La alienación parental, disfrazada de protección, los priva de referentes fundamentales para su desarrollo emocional, dejándolos a merced de la incertidumbre y el desarraigo.
Es urgente que la sociedad despierte ante esta problemática. No se trata de una lucha de géneros ni de una pugna entre padres y madres; se trata de garantizar que las leyes se utilicen con ética y responsabilidad, en favor de los niños y no como un instrumento de revancha. El sistema judicial, con toda su rigidez y burocracia, no puede ser cómplice de quienes buscan infligir daño a través de él. Se requiere un enfoque más humano y criterioso, capaz de distinguir entre la legítima protección de los menores y la manipulación dolosa de los mecanismos legales.
Pero no todo el problema radica en las leyes; también es una cuestión cultural. Debemos enseñar a las nuevas generaciones que el amor no se fragmenta, sino que se multiplica. Proteger a un niño nunca debería implicar destruir el vínculo con uno de sus padres, sino, por el contrario, fortalecer su capacidad para construir relaciones sanas y estables. Es fundamental inculcar la empatía como un valor central en la crianza, fomentando la capacidad de ponerse en el lugar del otro y priorizar siempre el bienestar del menor por encima de los resentimientos adultos.
Es momento de alzar la voz, de visibilizar este problema con la seriedad que merece. La violencia vicaria inversa es real, y su normalización solo perpetúa un ciclo de dolor que atraviesa generaciones. Como sociedad, tenemos la responsabilidad de exigir que la justicia no se convierta en un arma y que el amor no sea un campo de batalla. Porque cada niño merece crecer en un entorno donde el afecto sea la base para construir un futuro libre de violencia y manipulación.
Hablemos de esto. Reflexionemos con honestidad. Y, sobre todo, actuemos con la firmeza que la infancia merece.

Don Q. Chillito
¿Quieres colaborar con este espacio?
Puedes enviar tu denuncia, caso, foto, texto o lo que tengas que decir a donq@adiario.mx. Tu información será tratada con estricta confidencialidad.
Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.