Federico caminaba con dificultad por el congelado valle, debía llegar primero que los demás si quería recoger leña del suelo, pues sin un hacha sería muy difícil cortar algo. “Debo caminar más aprisa, más aprisa” se decía el pequeño de diez años entre la nieve que cubría el amplio valle. Finalmente, llegó al bosque y comenzó a recoger las ramas que el fuerte viento invernal había derribado de lso árboles. Cuando llegaron los demás hombre del pueblo, Federico había acumulado un atado de leña más grande que sus fuerzas, pero apenas lo suficiente grande para mantener el fuego de la pequeña chimenea de la casa donde su madre le aguardaba preparando los pocos alimentos que quedaban para sus tres hermanos y el. Hacía tiempo que su padre había partido a la guerra y nunca habían vuelto a saber de él, ¿habría muerto en combate? ¿Se habría ahogado en un pantano después de haber sido herido? Otras versiones decían que había muerto prisionero, lo único cierto es que no volvieron a escuchar de él, y ya habían pasado dos años.
Arrastrando con dificultad el atado de leña, el niño recorrió el largo camino a través de la nieve hasta su fría casa, el débil fuego proporciono calor a sus hermanos y a su madre e iluminó la habitación donde estaban reunidos disfrutando de los pocos alimentos que ella había preparado; luego, arropándose, se arremolinaron en torno al fuego donde pasaron el día esperando. Esa noche buena sería muy difícil para ellos, no tendrían cena y ningún regalo llegaría, Federico pensaba “Si sólo pudiéramos tener un milagro, bueno, es sólo sucede en los cuentos”.
Estaban a punto de quedarse dormidos cuando un ruido rompió el silencio de su casa, era un golpe en la puerta, y otro, y otro golpe. Finalmente, su madre se levantó y acudió a abrir, y sucedió lo inesperado. Su esposo estaba en la puerta, vivo y con una gran bolsa de alimentos y regalos para cada uno de ellos. Todos gritaban emocionados y Federico pensó, “No sólo sucede en los cuentos, la Navidad es real y nos ha hecho un milagro”.