Cuenta la leyenda, que el dios Quetzalcóatl quiso un día tomar la forma humana para poder viajar por el mundo y disfrutar de sus bellezas. Luego de haber caminado mucho, el dios sintió hambre y cansancio en su cuerpo de hombre. Al llegar la noche, se sentó fatigado bajo un árbol.
Quetzalcóatl alcanzó a vislumbrar a un conejo cerca, le confesó su hambre y cansancio para después preguntarle qué hacía. El pequeño animalito le dijo que comía pasto y le ofreció un poco, pero el dios le aseguró que no podía alimentarse con eso.
El conejo entonces le preguntó al dios qué haría para saciarse, y Quetzalcóatl, enfrascado en su condición humana, se encogió de hombros pensando que quizá moriría de hambre y de sed.
En ese momento, el pequeño animalito se sintió tan conmovido por el triste destino que enfrentaba ese hombre que le propuso: “Yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, me puedes comer”.
Entonces Quetzalcóatl, fortalecido por el noble gesto, recobró su condición de dios y agradecido por la generosidad del conejo le respondió: “Tú no serás más que un conejo, pero todo el mundo y para siempre, sabrá y se acordará de ti”.
Asegura la leyenda, Quetzalcóatl tomó en sus manos al conejito y lo elevó alto, muy alto, hasta dejar plasmada su silueta en la luna. Y antes de partir le dijo: “Ahora tu retrato se encuentra en la luz, para que seas visto por todos los hombres y para todos los tiempos”.